La Herramienta
Es cuestión de caminar por un aeropuerto y pispear cualquier laptop abierta para ver que, de diez que espiamos, diez están escribiendo un mail, un documento, usando Excel o haciendo una presentación.
Un aeropuerto es, sin lugar a dudas, un ambiente heterogéneo—demográficamente hablando—cuando de profesiones se trata: debe haber médicos, abogados, ingenieros o licenciados en marketing más o menos en cantidades equivalentes; el lugar no favorece unos ni otros. Uno puede afirmar, entonces, que el uso de estas herramientas permea industrias y ocupaciones a lo largo y ancho del espectro.
Esto no necesariamente significa que estas personas a las cuales hemos espiado en secreto usan esas herramientas full time para ganarse la vida. Un aeropuerto no es un lugar donde uno se pondría a hacer tareas que requieran creatividad y/o “flujo”, como por ejemplo programar o diseñar; más de una vez aproveché el tiempo muerto en un aeropuerto para escribir un documento que venía posponiendo o contestar un mail. Por ende, hay un sesgo ambiental en las muestras que no se puede soslayar: puede que no nos comportemos en un aeropuerto tal como lo hacemos en el día a día. Pero no invalida la observación: nos guste o no, la realidad que nos toca vivir hoy en día es que prácticamente ningún trabajo de “cuello blanco” escapa de estas cuatro herramientas que conforman una suerte de espacio finito donde nos movemos profesionalmente todos los santos días entre mails anodinos, documentos, planillas de cálculo y slides.
Pero éstas son, de nuevo, meras herramientas artificiales hechas por alguien.
Sin querer sonar demasiado denso o querer caer en filosofía barata, el asunto innegable es que como humanos creamos estas herramientas y a la vez las herramientas nos moldean. Al usar las herramientas que creamos, las herramientas también nos condicionan. Hoy en día, es muy probable que al querer comunicar algo a una audiencia, mentalmente ya pensemos en formato “slide” aún antes de abrir PowerPoint. Es decir, pensamos en impulsos de información, bulletizados y si se quiere algo inconexos. Cualquiera que haya descargado una presentación de Internet puede notar lo difícil de entender el contexto cuando nos falta el narrador. Los slides son una suerte de ayuda memoria, y el presentador es quien ata los cabos sueltos. Sin un presentador, los slides son sólo un conjunto de frases. Cuando queremos contactar a alguien externo a nuestro trabajo, uno naturalmente piensa en formato “mail”, visualizando una suerte de carta corta aún antes de escribir una sola letra; con introducción, nudo y desenlace, sin olvidar por supuesto las gentilezas obligatorias.
Un interesante cambio en esta era es que las herramientas que usamos ya no son “generales” como alguna vez supieron ser. Cuando alguien antes decía “necesito un martillo”, en general se refería a cualquier martillo que pudiese completar el trabajo. Las herramientas gozaban de cierta generalidad. Hoy en día, sobre todo entre los trabajadores de cuello blanco (aunque no exclusivamente), las herramientas son mucho más específicas. Cuando alguien dice “necesito Excel”, en realidad necesita esa específica herramienta hecha por esa empresa específica. Que alguien le traiga LibreOffice no es una solución viable porque requeriría una curva de aprendizaje que llevaría un tiempo prohibitivo navegar. Y ahí es donde entra en juego la interfaz al usuario y la complejidad de la herramienta. El mail sigue siendo un poco como el martillo si se quiere: necesitamos mandar y recibir correo, poder escribir, draftear, armar carpetas y filtros. ¿Importa mucho si es Outlook, Gmail o Magoya? No demasiado. La interfaz al usuario es lo suficientemente similar y la complejidad lo suficientemente baja como para que no importe mucho. Migrar de uno a otro no es la muerte de nadie. Herramientas más complejas y configurables directamente nos toman de rehenes y no nos sueltan, porque el tiempo invertido en aprenderlas crean barreras mentales y administrativas que nos hacen prácticamente tener náuseas del solo hecho de pensar en cambiarlas. Díganle a un electrónico que tiene que soltar Altium Designer y pasarse a KiCAD para observar el terror en su mirada. O a un programador tener que dejar VS Code para usar Eclipse (o en mi caso personal, viceversa). Cuando más compleja e intrincada la herramienta, menos la vamos a querer largar, por más teóricamente grandiosa que sea la alternativa.
Además, huelga decirlo, conocer ciertas herramientas nos inserta en el “sistema”. Si te la querés dar de outsider y no usar ni mail, ni Word, planillas de cálculo o el IDE más popular, andá a conseguir trabajo en algún lado. Saber estas herramientas nos hace parte, porque son adoptadas por ciertas masas entonces saberlas nos pone adentro.

Con todo, es siempre llamativo ver cómo se subestima una y otra vez la relación herramienta/usuario cuando en muchos entornos se elige crear herramientas in-house que no guardan ninguna conexión con nada conocido, con interfaces al usuario pensadas a la bartola y con cero interoperabilidad. O, también, como algunas organizaciones se largan a ofrecer como principal producto meros reemplazos de herramientas masivamente populares pensando que es cambiar un martillo por otro.
Las herramientas son tan versátiles que también funcionan bárbaro como excusas. Toneladas de incompetencia o haraganería se pueden esconder cómodamente detrás de una herramienta medio pelo. Hay tanta herramienta pedorra dando vueltas que es muy fácil echarle la culpa y decir: yo intenté, pero LA HERRAMIENTA…Por ejemplo, cada vez que tengo que colgar un cuadro o poner unas cortinas en mi casa, y mientras observo el resultado mediocre de mi trabajo, suelo pensar:
— No es que yo sea un desastre, es que tengo malas herramientas